Historia secreta de cómo se confirmó su muerte en Bolivia
DOCUMENTOS INEDITOS TRAS 38 AÑOS DE MISTERIO
María Seoane, Clarín, 30.10.2005
—Pellicari, tiene que estar en el comando de jefatura, inmediatamente —escuchó de su jefe, el inspector Federico Vattuone.
Pellicari saltó de su cama como un soldado que es convocado a una batalla desconocida: no sin angustia, no sin curiosidad.
A las cuatro de la mañana estaba reportándose en el Departamento Central de Policía. Junto a él estaba el subinspector Juan Carlos Delgado, ambos integrantes de la Policía Científica que dependía de la Dirección de Investigaciones. Allí, se les sumó el perito escopométrico inspector Esteban Rolzhauzer. Allí se enteraron de que el jefe de la PFA, general Mario Fonseca, les ordenaba trasladarse a Bolivia para certificar que el guerrillero asesinado por los Rangers —un cuerpo de elite— y la CIA en La Higuera era Ernesto Guevara Lynch de la Serna, alias Che. Las instrucciones eran precisas: debían viajar a Santa Cruz de la Sierra donde los estaría esperando el cónsul argentino en La Paz, Miguel Angel Stoppello. Pellicari tenía entonces 32 años, Delgado, 33 y Rolzhauzer, 37. Debían identificar al Che no sólo por sus huellas dactilares; también por la letra que describía —"con el trazo confuso de un médico" (diría más tarde Rolzhauzer)— su lucha, su utopía y su derrota en la selva boliviana. Los policías tomaron cuatro horas para preparar todos los elementos técnicos para su trabajo, y buscaron la única ficha dactiloscópica que existía de Guevara en la Argentina, en su legajo de identificación personal 3.524.272: eran impresiones tomadas el 29 de octubre de 1947, veinte años antes, con una coincidencia de fechas por lo menos misteriosa en momentos en que también eran argentinos quienes debían certificar su muerte. A las 8 de la mañana del 12 de octubre, en la base aérea de El Palomar Pellicari, Delgado y Rolzhauzer subieron a un avión Guaraní que los llevó a Santa Cruz de la Sierra.
—¡Póngase sereno, y apunte bien! ¡Usted va a matar a un hombre!
De esa convicción y de los movimientos del Che en Bolivia estaba enterado el gobierno de Onganía. Lo sabía su canciller, Nicanor Costa Méndez, lo sabía el embajador argentino en Washington, Alvaro Alsogaray. Lo sabía el jefe de la SIDE, el entonces coronel Marcelo Levingston; el jefe del Batallón 601, coronel Hugo Miatello y el entonces jefe de la Central Nacional de Inteligencia, mayor Alberto Alfredo Valín, quien tenía contactos con el jefe de la estación de la CIA en el Sur, John Tilton. Fue Tilton quien le había solicitado a Valín, el 15 de noviembre de 1966, el mismo día que se supo que el Che había entrado a Bolivia, que le enviara las huellas dactilares de Guevara.
Nada de esto sabían ni siquiera sospechaban los policías dactiloscópicos argentinos Pellicari y Delgado cuando aterrizaron, en la tarde del 12 de octubre de 1967, llevados por un avión de la Fuerza Aérea boliviana, en La Higuera. No sabían —según contará años más tarde el general Arnaldo Saucedo, jefe de la inteligencia militar boliviana—, que Barrientos y la CIA (según consta en documentos desclasificados del Departamento de Estado de los EE.UU. a cargo entonces de Walt Rostow) habían decidido hacer desaparecer el cuerpo del Che. Que, según contará el cubano de la CIA Félix Rodríguez (que los peritos policiales argentinos conocerán), Barrientos habría propuesto cortarle la cabeza al Che y enviarla a Cuba para que Fidel Castro aceptara la muerte de su colaborador y amigo más entrañable. Sabía que alguna prueba debía enviar, que con las huellas digitales no sería suficiente para que Fidel anunciara al mundo la muerte del Che. La CIA estuvo de acuerdo en que fueran las manos amputadas y los diarios secuestrados la prueba final.
La prueba se hacía indispensable para certificar la muerte del Che. En esos días, además, el hermano del Che, Roberto Guevara, que había intentado reconocer el cadáver de su hermano, no había podido hacerlo y, por lo tanto, la familia no iba a certificar que el muerto en La Higuera era el Che. El testimonio del entonces jefe de la inteligencia militar boliviana, el general Arnaldo Saucedo, fue distinto: en la mañana del 9 de octubre de 1967, el mayor de carabineros Roberto Quintanilla, cuyo jefe era el ministro del Interior de Bolivia, Antonio Arguedas, le tomó la misma mañana del asesinato del Che en Vallegrande las huellas digitales y realizó dos mascarillas donde quedó estampado el rostro del guerrillero (ver La vida y la muerte en...). Que luego, esa tarde, los médicos Moisés Abrahan Baptista y José Martínez del Hospital Señor de Malta de Vallegrande certificaron la muerte de Guevara por nueve balazos e hicieron un protocolo de autopsia pero nunca se extendió una partida de defunción. Que en la mañana del 11 de octubre, porque el cadáver apestaba, Barrientos ordenó a Arguedas y a Quintanilla cortarle las manos, misión que cumplió el médico Baptista con la precisión de un cirujano. Quintanilla, entonces, guardó las mascarillas, y a las manos del Che las colocó en una lata con formaldeído (formol). El cuerpo fue enterrado por el ranger Andrés Selich junto con otros 3 cuerpos cerca de la pista de Vallegrande y el silencio sobre el destino de esos cadáveres lo cubriría todo por décadas. Pero la orden general sería decir al mundo que el cadáver había sido incinerado.
Tras las huellas finales
—El Che fue incinerado.
Pellicari y Delgado recuerdan que esa noche vuelven a Santa Cruz de la Sierra y que en la mañana del 13 de octubre vuelan a La Paz. Que inmediatamente "nos presentamos en la Embajada argentina. Allí nos recibió el secretario Jorge Cremona. Estaba el cónsul Stoppello con nosotros, y se nos pone en manos del capitán de navío, agregado naval en la delegación, Carlos Mayer, encargado de los enlaces militares". Recién en la mañana del 14 de octubre, Mayer lleva a los peritos al cuartel general de Miraflores en La Paz, por orden del comandante Ovando Candia y del ministro Arguedas. Entran— recuerda Delgado— a una "gran sala que era la del comando de operaciones. Allí llegó Quintanilla, con un paquete envuelto en diarios. Era una lata de pintura que cuando la abrimos el olor del formol nos volteó. Eran las manos del Che, amputadas quirúrgicamente. Y nos dimos cuenta de visu, porque habíamos visto sus marcas, que eran las manos del Che. Luego, estuvimos trabajando durante ocho horas. Porque debíamos probar lo que sabíamos."
Mientras los peritos dactiloscópicos trabajaban en esa sala, Rolzhauzer analizaba en otra la letra del Che en su diario boliviano. "Tuvimos— recuerda Pellicari— que emparejar las papilas, los pulpejos o yemas de los dedos parecían pasas de uva, y tuvimos que extraer el formol. Además, tropezamos con la dificultad de que el Che, que había vivido y trepado en la montaña y en la selva, tenía las crestas papilares casi destruidas, es decir, la yema de los dedos no tenía ni depresiones ni surcos. Entonces decidimos usar un método indirecto: el Dorrego, que era un ayudante de la policía científica y había inventado en un caso llamado "Fontecovas"— el de una mujer muerta, de la que se descubrió sólo una pierna, porque los estudiantes de Medicina la habían tirado luego de analizar su cuerpo en la Morgue— y consistía en pegar a los dedos una película de polietileno entintada y luego pegarla en las fichas, y luego fotografiarlas. Así lo hicimos, con este método indirecto pero indubitable." (Ver La vida y la muerte...)
Mientras trabajaban, un oficial de inteligencia de la armada argentina, adjunto de Mayor, cuyo nombre no recuerdan, tomó casi a escondidas de los militares bolivianos las fotos que aquí se reproducen. "Los bolivianos no querían que tomáramos fotos.
Pero nosotros sabíamos que se debía probar no sólo que eran las huellas, sino que nosotros estábamos identificándolas". A las 16 horas del sábado 14 de octubre de 1967 los peritos argentinos certifican indudablemente que las huellas de esas manos sin cuerpo y la letra del diario de Bolivia pertenecen a Ernesto Guevara, alias Che. Se deja constancia de todo lo actuado por ellos en un acta que ratificaron Mayer, Stoppello, Pellicari, Delgado y Cremona, por la parte argentina y Quintanilla y el teniente de navío Oscar Pamo Rodríguez, ayudante de Ovando Candia, por la parte boliviana. Hicieron tres copias: una para el gobierno boliviano, otra quedó en la embajada argentina en Bolivia y otra trajeron a Buenos Aires. (Ver Una prueba...)
— ¿Ustedes se llevarán las manos?— les dijo casi dando por hecho que sí las reclamarían.
— No, nuestra misión termina aquí— contestó Pellicari.
En la noche del 14, los peritos policiales debieron pernoctar en Tucumán por la tormenta que azotaba Buenos Aires y que derivó en una de las principales inundaciones del siglo. El 15 a las 18 horas, finalmente, se reportaron en al Departamento Central de Policía a su jefe. Pero no volvieron a su casa. El jefe de Policía Fonseca les dio la orden de ir a Casa de Gobierno a ver al Presidente. "Le informamos todo, le mostramos las fotos, el acta, el trabajo realizado, las huellas, todo...Y nos felicitó.", dijo Pellicari.
Onganía los hizo salir por una puerta trasera de la Casa Rosada para esquivar a los periodistas. Lo último que le escucharon decir fue:
— Guarden silencio. Que se ocupe el gobierno boliviano de informar. Yo no lo haré.
Hasta la tarde del miércoles 26 de octubre de 2005, en que llegaron a la redacción de Clarín con la orden de contar la historia, le hicieron caso. Aunque muchas veces sintieron la necesidad de contarla, de decir al mundo que ese hombre muerto en La Higuera "era un valiente, que luchó por sus ideas". De decir: "esta fue la tarea profesional más importante de nuestra vida". Aun lo fue para Pellicari, a quien le tocó identificar el cadáver de Pedro E. Aramburu, el general y ex presidente de la revolución que derrocó a Perón en 1955, asesinado en Timote por los Montoneros en 1970. Pellicari se integró en 1987, como comisario general, a la plana mayor del "mejor jefe de Policía que tuvo la institución, Juan Pirker". Y con Delgado, fueron profesores de Papiloscopía durante años.
La mayoría de los protagonistas del asesinato del Che están muertos. Sus manos amputadas tuvieron un destino misterioso.Las habría llevado el ministro del Interior boliviano Arguedas— ex comunista, ex nacionalista, sospechado de agente de la CIA o de agente de Fidel— a Cuba, como llevó el diario del Che. Las habría llevado el agente cubano de la CIA, Rodríguez, a EE.UU.. Se habrían enterrado con sus restos — encontrados en Vallegrande por un equipo de científicos argentino-cubanos en 1997— en Santa Clara, Cuba, donde fueron y son honrados. Alguien deberá contar hasta el final, y con precisión oficial, está historia, sea Estados Unidos o sea Cuba.
En tanto, tal vez alguien recuerde el poema del gran Pablo Neruda:
"le cortaron las manos y aún golpea con ellas."
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El camino que recorrió esta investigación
UN MITO MUNDIAL
Clarín.com, 30.10.2005
En esa investigación se mostró, por primera vez, el registro de las huellas digitales del Che, antes de su asesinato en La Higuera y cómo el gobierno militar argentino, comandado por el general Juan Carlos Onganía, había registrado el ingreso clandestino del Che a Bolivia en noviembre de 1966, además de la colaboración que prestaba a la CIA y al gobierno militar boliviano liderado por el general René Barrientos para atrapar al guerrillero, que por entonces no era un ícono mundial sino un enemigo del Estado. También se admitía que los peritos policiales Pellicari, Rolzhauzer y Delgado guardaban un hermético silencio sobre la historia que les había tocado vivir y que los documentos, actas y fotos oficiales eran esos secretos de Estado que hacen que la Historia sea, a veces, un acontecer ciego, azaroso e incomprensible. Hace más de seis meses, como había ocurrido un año antes, y en verdad continuando con una investigación que no se daba por terminada, se solicitó al ministro del Interior, Aníbal Fernández, que esos oficiales fueran relevados de la orden de callar. El jefe de Policía, Néstor Valleca, los convocó: les pidió que casi cuarenta años después de ocurridos los hechos, los argentinos pudieran conocer con precisión oficial lo sucedido en ese viaje a Bolivia donde debieron identificar las manos amputadas del Che. Les pidió que "trabajaran para la Historia" y que, en ese camino, quedaban autorizados a contar la verdad. Así, Pellicari y Delgado llegaron a la redacción de Clarín para entrevistarse con quien esto escribe. Los peritos, ya retirados —Pellicari como comisario general y Delgado como comisario inspector—, trajeron en sus manos un valioso tesoro oficial: las fotos y las actas que aquí se muestran y la historia que aquí se cuenta. Documentos y testimonios que son a partir de ahora tan irrefutables como el mito del Che.
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